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cuando éramos re pibes
a todos en el barrio
nos partía la cabeza
los Sex Pistols
todos querían ser Sid Vicius
se paraban los pelos como él,
todos querían tocar el bajo
y buscar una flaquita llamada Nancy
por mi parte
yo quería ser Johnny Rotten
y no me importaba una mierda
conseguir el candado más pesado
despúes fui cayendo
en que Sid era un idiota
y Rotten un hijo de puta
entonces quise tener un bajo
y convertirme en Paul Simonon,
pero aunque sí tenía los dientes separados
yo no era rubio
y no tenía ni cagando su altura
luego
cuando todos querían ser Kurt Cobain,
yo flasheaba con Thurston Moore
y me compré una guitarra y empecé a hacer ruido
más tarde
me embobé con Franc Black,
y me dije que eso sí que podía hacer:
engordar y quedar peláo
pero también me cansé
ahora soy yo
y no estoy tan seguro
de saber que me gusto
caminar desintegrado de mí
desprendida la historia de mí
por las callecitas empedradas
de la ciudad vieja pontevedresa
en una primavera esplendorosa
y conocer al único argentino piola
amante de la Galizia Anti-fascista
y las gallegitas rápidas
y viajar en su Ford Fiesta
hacia Portugal, hacia Valenza,
con el audio al re palo
y yo volviéndome loco
porque descubría
la cumbia imperecedera
de "Los Palmeras"
y por la noche caer a ese bar
que creímos se llamaba Mongolia
y nada que ver
bien borrachos andaríamos
porque el lugar se llama Monclóa
y adentro conocí el extenso túnel del tiempo
bebiendo y riendo y gritando con la voz
de nuestro río
y bailé furioso cuando sonó
Siniestro Total
y "Yo bailaré sobre tu tumba"
todos los gaitas gritaban y reían
como quien sabe que algo es
absolutamente suyo
y es verdad
no hay mejor sensación que esa:
la de poder ser sorprendido
por una canción
de una bandita española
que siempre creiste
que conocías vos
y tus cinco amigos del rioba
estar absolutamente desilusionado
y aburrido sin saber por qué
sentirse más imbécil y aborrecible
que cualquiera de los peores días de la vida
perder la autoestíma
con la misma facilidad
con que se deposita la mala suerte
en los casinos
o en los burros
y los palacios de la lubricidad
sentir la imperiosa necesidad
de componer una canción
cuando lo que falta es el piano
la guitarra...
la okarina y el djembé
o peor: conseguir el instrumento
y darse cuenta
que se perdieron las ganas de hacerlo
saber que siempre se tienen las ganas de salir
hasta que llega el sábado
y ese día, en particular,
acaba resultando peor que los domingos
y éste preciso kilaje de lunes
pensar en estupideces como:
¿por qué no me dediqué a estudiar
economía,
derecho, medicina?
¿por qué abandoné
la escuelita de fútbol de Marangoni?
enojarse
porque los amigos nunca llaman
por teléfono
y decidir,
en represalia,
no llamarlos nunca más
pasar largas jornadas,
sino décadas,
de absurda soledad
llorando al ignominoso Destino
por prohibirnos toda posibilidad de amar
o ser amado -ésta última más que nada,
primero que todo-
y luego...
luego sentirse sofocado de tanta pareja
de tanto compartir
de tanto mostrar lo obvio
y desear, infatigable,
a todas sus amigas
y, por supuesto, a las miles
de minas desconocidas
que caminan por la calle
de cualquier ciudad
-y justo ahí es cuando se les depierta
el misterioso radar
que les indica que somos codiciables-
¡ansias de soltería
cuando no hace mucho
se gritaba lastimeramente
de dolor ante el constante remolino
de las aguas siempre turbias
de la unisexualidad!
ver una linda campera de cuero en la vidriera,
un buen disco en la disquería,
unas cuantas películas originales,
un buen equipo de audio para el auto
en aquella casa de electrónica...
y comprarlo todo
para llegar a tu casa alquilada
y volver a cenar hamburguesas rancias
y a beber agua de la canilla
pensar más de la cuenta
por tener más que claro
que uno debería morirse
para saldar su propio destiempo
sentir odio ante cualquiera,
en particular ante un político
y un intelectual
y envidiar a los pájaros,
aunque estén encerrados
en una jaula